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del hombre, colección, cuya diversidad y extraña técnica pictórica llegaron a
impresionarle. Se mostré efusivo en su gratitud, pero Everard dudó de que esta le
abrumase.
Un patrullero aprendía pronto que la falsedad se encontraba en todas las etapas de la
civilización. Debía corresponderse a los regalos; una bella espada china y una colección
de pieles de nutria.
Aún pasó algún tiempo antes que la conversación recayera sobre los negocios.
Entonces Sandoval se las arregló para que los chinos hablaran primero.
- Ya que sabéis tanto - empezó Toktai -, no debéis ignorar que nuestro intento de
invadir el Japón hace varios años falló.
- La voluntad del cielo fue otra - agregó Li con cortés suavidad.
- ¡Narices! - gruñó Toktai -. La estupidez de los hombres, dirás. Eramos demasiado
pocos y demasiado ignorantes, y salimos demasiado tarde a un mar demasiado agitado.
Pero ¿qué importa? Volveremos allá un día u otro.
Everard sabía, con pena, que lo harían y que la tempestad destruiría la flota y se
ahogarían quién sabe cuántos hombres jóvenes.
Pero dejó que Toktai continuara.
- El khan de khanes comprendió que debíamos saber más acerca de esas islas; que
quizá deberíamos establecer una base en algún lugar al norte de Hokkaido. Luego oímos
también persistentes rumores sobre unas tierras situadas más al Oeste. Algunos
pescadores, arrastrados allá por el viento, les han echado una ojeada; comerciantes de
Siberia hablan de un estrecho y un país tras de él. El khan de khanes me ordenó que
tomara cuatro buques, con tripulación china y un centenar de guerreros mongoles, y viese
lo que podía descubrir.
Everard asintió sin sorpresa. Los chinos habían estado tripulando juncos durante
cientos de años, y en alguno de tales barcos llevaban mil pasajeros. Verdad que aquellas
embarcaciones no eran tan marineras como lo fueron en siglos posteriores, bajo la
influencia portuguesa, y que sus dueños nunca se habían mostrado muy atraídos por otro
mar que no fuera el de las frías aguas norteñas. Pero, con todo, hubo algunos navegantes
chinos que habrían aprendido añagazas comerciales de los extranjeros, coreanos y
formosinos, si no fue de sus propios padres. Estos debían de haberse familiarizado, por lo
menos, con las islas Kuriles.
- Seguimos dos cadenas de islas, una tras otra - prosiguió Toktai -. Eran áridas, pero
pudimos anclar acá y allá, sacar a pacer los caballos y obtener algunos informes de los
indígenas. Aunque los dioses saben que esto último es harto difícil cuando se ha de
entender uno en seis lenguas distintas! Descubrimos que existen dos continentes
principales, Siberia y otro, tan cercanos entre sí, por el Norte, que un hombre podría pasar
de uno a otro en un bote de piel, o incluso a pie, a veces, sobre los hielos invernales. Por
fin llegamos al segundo de ellos. Un país grande, con dilatadas selvas, mucha caza y
focas, pero demasiado lluvioso. Nuestras embarcaciones parecían querer seguir, así que
continuamos, poco más o menos, a lo largo de la costa.
Everard imaginó el mapa. Yendo primero por las Kuriles y después por las Aleutianas,
nunca se está lejos de tierra.
Suficientemente afortunados para evitar el naufragio, que era una clara posibilidad, los
sencillos juncos habían hallado sitios para anclar, aun en aquellas rocosas islas. También
aprovecharon el empuje de la corriente y estuvieron muy próximos a describir un gran
círculo en su viaje. Toktai había descubierto Alaska sin darse completa cuenta de ello.
Como aquel país era cada vez más hospitalario y ellos costeaban hacia el Sur, pasaron
junto al estuario del Puget y siguieron rectos al río Chehalis. Quizá los indios les habrían
prevenido de que la navegación era peligrosa más allá de la desembocadura del río
Columbia, y ayudaron a los jinetes a cruzar la gran corriente por medio de balsas.
- Acampamos a fines de año - continuó el mongol -. Las tribus del contorno están
atrasadas, pero son acogedoras. Nos facilitaron todo el alimento, mujeres y ayuda que
podíamos necesitar. En correspondencia, nuestros marineros les enseñaron algo sobre
pesca y construcción de botes. Invernamos allí, aprendimos algo de las lenguas e incluso
hicimos excursiones tierra adentro. Por doquier oíamos relatos de inmensas selvas y
llanuras, donde manadas de ganado salvaje ennegrecían la tierra, y aún vimos lo bastante
para confirmar tales asertos. Yo, personalmente, nunca estuve en otra tierra más rica -
sus ojos brillaron con fulgor felino -. Con todo eso, son pocos habitantes y aún no conocen
el uso del hierro.
- ¡Noyon! - advirtióle Li con un murmullo, indicando a los patrulleros con un leve gesto.
Toktai cerró la boca.
Li se volvió hacia Everard para añadir:
- Hubo también rumores de una Tierra del Oro, allá lejos, hacia el Sur. Creímos nuestro
deber investigar esto, así como explorar las comarcas intermedias. No esperábamos el
honor de encontrar a vuestras notabilidades.
- El honor es todo nuestro - aduló Everard. Luego, adoptando un tono más solemne -:
Mi señor, del Imperio del Oro, al que no puede nombrarse, nos envió a vosotros con
intenciones amistosas. Le afligiría que os sucediese un desastre. Venimos a preveniros.
- ¿Qué? - Toktai dio un salto y su nervuda mano buscó el sable del que, por cortesía,
se despojase -. ¿Qué infiernos es esto?
- Un infierno, en efecto, Noyon. Aunque parece agradable, este país está maldito.
Cuéntalo, hermano mío.
Sandoval, que tenía más de orador, tomó la palabra. Había urdido su relato con vistas
a explotar las supersticiones que aún quedaran en los semicivilizados mongoles, sin
despertar demasiado el escepticismo de los más cultivados chinos. Explicó: había,
realmente, dos grandes reinos al Sur. El suyo propio estaba muy lejos; su rival, situado un
poco más hacia el Nordeste de él, tenía una ciudadela en las llanuras. Ambos estados
poseían inmensos poderes; llamáraseles brujería o habilidad sutil, como se quisiera. El
imperio septentrional, el de los badguys, consideraba todo el terreno en que estaban
como de su propiedad y no toleraría en él expediciones extranjeras. Sus centinelas no
tardarían mucho en descubrir a los mongoles y los aniquilarían con sus rayos. El otro
imperio, la benévola tierra de los goodguys, no podía protegerles, sino solo enviar
emisarios a los mongoles, aconsejándoles que volviesen de nuevo a su patria.
- ¿Y por qué los indígenas no nos han mencionado a tan grandes Señores? - interrogó
Li sagazmente. [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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